Fotografía: Rafa Llano. "Sevilla" |
Por su interés y por gentileza de Humanitum Iratus, y de su autora Elena Méndez Leite, les ofrecemos su trabajo "En la Maestranza, sólo se escucha el sielencio". Muy agradecidos
Es
tanto el respeto que siento por los usos y costumbres de cada uno de
los pueblos de esta España mía; de esta España tuya; de esta España
nuestra -¡Bendita seas, Cecilia allá donde te encuentres!-, que me
resulta difícil, especialmente hoy, que en este comienzo de otoño llueve
a cantaros, comenzar el relato de una Feria de Abril sevillana por la
que pasé, por primera vez y de puntillas, hace muchos años. Sin embargo,
quiero hacerlo. Quiero poner ojos, oídos y hasta olfato -si me apuran-,
a todo lo vivido, percibido, soñado, imaginado, creado y recreado,
aquellos días felices de vino y rosas en los que, desde mi patio en
nuestra casa de Lope de Rueda, viví felizmente el gozo de propios y
extraños.
Puedo
hablarles sin más de aquellas noches, en las que por las calles del
Barrio de Santa Cruz algún jinete experto y confiado, iba desgranando
versos, coplas y gemidos, erguido en su montura, cabalgando entre las
malditas piedras -que hay que verlas y sufrirlas-, como de soslayo; o de
las legiones de turistas que, con los ojos como platos, se asomaban a
los Jardines de Murillo, fotografiaban la Catedral o degustaban un rabo
de toro de los que quitan el sentido. Pero estampas así se pueden
observar sea cual sea la época del año, y hoy lo que yo quiero es
abrazarme a aquel abril sevillano y esbozar un sueño.
Primero
hay que acercarse a la Feria alrededor de mediodía. Comienzan a
despertar las Casetas y todo está limpio y aseado; los suelos y el
ambiente -ése al que ahora llaman "me- dio ambiente" por la crisis o
porque ya nada está completo como antaño, relucen al sol. Hay un aroma
de flores deshojadas, de brisa humedecida por el río. Desde muy
temprano, un puñado de hombres cabalga a lomos de los camiones cisterna
para recuperar el ocre del albero. La "Calle del Infierno" ha
enmudecido. Las máquinas, más o menos diabólicas, precisan descanso, y
los feriantes duermen o velan, sueñan u olvidan, mientras llega la hora
de "volver al tajo". A partir de las tres de la tarde va aumentando la
bulla, se van poblando las calles de mujeres, envueltas unas en volantes
de todos los colores imaginables y otras mandando en su montura con ese
traje corto, ceñido el talle. Todas ellas hermosas, risueñas, empapadas
de luz, clavel y sueños, dejando en las calles la huella del tronío y
el señorío de unas pisadas que, por obra de Dios y del rasgueo de una
guitarra, pasan del tímido taconeo al encendido baile por Sevillanas. A
lo largo de la noche la música envuelve de arcoíris de faralaes el
Recinto, mientras un torbellino incesante de risas, charlas y aromas
encienden los corazones y enamoran con su hechizo. Las horas se escapan,
sin advertir que hace siglos perdimos nuestro zapatito de cristal...
pero no nos importa.
Toda
la buena gente de nuestra tierra sevillana es capaz de dejar, al
traspasar la Portada de la Feria, las penas y dolores del día a día; de
esa vida que para la mayoría no es nada fácil. Este pueblo llora
cantando, sufre la pena negra sin un quejido, nos regala a cuantos allí
acudimos la fiesta y la alegría, nos envuelve de amor, y nos contagia la
chispa del humor, ése del que por aquí andamos tan escasos.
Algunos
sevillanos se lamentan de que cada vez el paseo de caballos tenga lugar
más tarde; o de que sea demasiado multitudinario; o de que se originen
atípicos "embotellamientos" de preciados y preciosos solípedos en
algunas calles del Real de la Feria, en las que jinetes y viandantes se
ven obligados a hacer juegos malabares para poder acomodarse a tan
insólito y excesivo "tráfico". Se duelen de estas pequeñas cosas y, sin
embargo, no se quejan de que esta Feria sea, creo yo, la única en la que
no hay ni un solo día festivo. Es decir; que todos los sevillanos
contribuyen a crear este mundo mágico y, al propio tiempo, cumplen cada
día, robando horas al sueño, con su habitual trabajo.
De
entre el buen hacer de este pueblo en su Feria, merece destacarse una
conducta que resulta ejemplar y escasamente frecuente en otros pagos. El
exquisito dominio y la maestría que en esos días les acompañan sabiendo
disfrutar de la bebida, guardando la medida y el buen tono.
Y
hay algo más que yo, que no soy especialmente aficionada, he querido
dejar para el final intencionadamente, porque podría servir para que
muchos nos aplicáramos la moraleja que encierra. Me refiero al
comportamiento de este pueblo de bien en las corridas de toros. Parece
como si todos y cada uno de ellos se hubieran puesto de acuerdo para
ofrecer un homenaje de respeto al Maestro de turno. Se contempla
la faena en un silencio total e impresionante. Nadie prejuzga nada. Se
observa, y si se jalea es a una sola voz y merecidamente. Cada olé
parece salido de una única y omnipotente garganta. Los aplausos
comienzan y terminan al unísono y cuando el matador no los merece se le
niegan total y globalmente, y… ¡aquí paz y después gloria!
Un
pueblo que actúa así estando en fiestas; un pueblo que sabe guardar la
compostura y el decoro al tiempo que goza, ríe y se divierte; un pueblo
que sabe premiar con aplausos y castigar sin más ira que la de callar
cuando debe; un pueblo que se acuesta embriagado de baile y canciones y
se levanta para acudir al trabajo, sereno y sonriente; un pueblo que lo
mismo se echa a la calle en tromba para acompañar a una Infanta de
España en sus esponsales, que recibe con fandangos y alegrías a los
visitantes de los cinco continentes; un pueblo que sabe sorberse las
lágrimas y ofrecernos tan solo el cachito amable de lo que tiene... Un
pueblo así merece que cualquiera que haya compartido con él unos días lo
bendiga, lo recuerde y lo respete
Sería
bueno que, pasadas ya las Elecciones, los nuevos gobernantes se empapen
del saber estar de estas benditas gentes nuestras y se apliquen el
cuento, consiguiendo borrar la suciedad; el mal hacer; la prepotencia;
la desidia; el robo manifiesto y tantos demonios familiares como nos han
acosado últimamente, para que entre todos y sin exclusión, seamos
capaces de hacer menos ruido y dar más nueces. Sería de desear que a
partir de ahora madrugáramos todos para lavar la cara de nuestros
alberos particulares, le echáramos un poco de mejor humor y buen talante
a la tarea cotidiana y, sobre todo imitáramos lo que sucede en el coso
taurino sevillano, donde de modo natural y sin descomponer la figura
rematan a conciencia la faena. Así que cojamos la Piel de Toro y no los
cuernos y lidiemos con arte y pulcritud nuestro destino, para que pronto
podamos escuchar el silencio total e impresionante que acompaña a la
obra bien hecha... como en la Maestranza.
Elena Méndez-Leite